Son muchos los que cuestionan la pertinencia y relevancia de este tipo de arquitecturas de carácter más o menos efímero. Es indudable que estas pequeñas edificaciones no pueden (ni pretenden) abarcar toda la complejidad de lo arquitectónico. Pero es más cierto aún que, por algún extraño motivo, la historia entera de la arquitectura parece haber ido buscando estas pequeñas construcciones para mostrarse con rotundidad, para transmitirse, para ejemplificarse. Arquitecturas autorreferenciales, musicales, temporales y genéricas. Su propia naturaleza les impide apoyar su diseño en las condiciones de un entorno concreto. Ni en un usuario determinado. Ni siquiera en una función específica. Son construcciones-manifiesto en las que el arquitecto presenta, completamente desnudo de otro tipo de explicación circunstancial, aquello en lo que ha conseguido depurar de su pensamiento.
Por eso es tan difícil hacer un pabellón auténticamente significativo. Aquí no hay excusas. No hay desencadenantes externos. No hay negociación ni convenios. No hay aproximación. No hay un poquito de cada cosa para dar gusto a todos. Si se me apura, ni siquiera hay construcción. Sólo trata de lo que queda cuando eliminamos todos estos datos coyunturales (nada, pensarán muchos): arquitectura en estado puro. El pabellón que el OMA está realizando para Prada trata con uno de estos problemas intrínsecamente arquitectónicos: la insalvable diferencia que la ley de la gravedad ha impuesto a los distintos planos que configuran un espacio habitado —suelo, techo y paredes—. La unificación de fachada y cubierta ha sido tratada y resuelta con acierto ya en bastantes ocasiones. Pero el suelo, la superficie sobre la que los humanos nos vemos obligados a transitar para realizar cualquier actividad, el plano soporte, permanece disociado del resto de los paramentos que mantienen una función básica y fundamentalmente protectora del primero. No es casualidad que, una vez que Mies con el Pabellón de Barcelona certificara la libertad definitiva dentro del plano horizontal de la planta, una gran parte de la experimentación espacial de la segunda mitad del siglo XX se haya centrado precisamente en vencer esa horizontalidad coercitiva: rampas, escaleras, continuidades materiales solo aparentes, y artificios mecánicos de todo tipo se han sucedido en el interior de los edificios en la persecución del ideal de libertad absoluta en el control del espacio tridimensional.
El Prada Transformer propone una solución para esta limitación aparentemente irresoluble (salvo en el ámbito de la arquitectura digital). En la Casa de Burdeos Koolhaas consiguió que fuera la casa la que se moviera en vertical para superar las dificultades de desplazamiento de su propietario. Aquí, consciente de que, a pesar de todos sus superpoderes, no puede vencer a la gravedad y hacer que los visitantes caminen por techo y paredes, propone que sea el propio edificio el que rote y voltee, para permitir que todos y cada uno de sus cerramientos puedan ser utilizados como plano soporte de una función específica.
Todos los planos que delimitan el espacio arquitectónico (en este caso son cuatro, una especie tetraedro) son idénticos en lo que refiere a su misión potencial. Los cuatro pueden ser suelo y los cuatro pueden ser protección. Será la posición del edificio, seleccionada por la función específica y temporal a la que se pretenda dedicar la construcción, la que determine cuál de sus posibilidades se concretará en acto en cada momento.
Cada una de las caras del tetraedro adopta la configuración perfecta para el tipo acto que deba soportar, dice propagandísticamente Koolhaas: una planta rectangular para proyecciones cinematográficas, una cruz griega para exposiciones de arte, una circunferencia para eventos especiales y un hexágono para pases de modelos. De esta forma, supera también el agotado modelo de un único plano (casi siempre rectangular), diáfano y aséptico que se nos sigue vendiendo como versátil y flexible, cuando en realidad lo único que está es vacío.
Por eso es tan difícil hacer un pabellón auténticamente significativo. Aquí no hay excusas. No hay desencadenantes externos. No hay negociación ni convenios. No hay aproximación. No hay un poquito de cada cosa para dar gusto a todos. Si se me apura, ni siquiera hay construcción. Sólo trata de lo que queda cuando eliminamos todos estos datos coyunturales (nada, pensarán muchos): arquitectura en estado puro. El pabellón que el OMA está realizando para Prada trata con uno de estos problemas intrínsecamente arquitectónicos: la insalvable diferencia que la ley de la gravedad ha impuesto a los distintos planos que configuran un espacio habitado —suelo, techo y paredes—. La unificación de fachada y cubierta ha sido tratada y resuelta con acierto ya en bastantes ocasiones. Pero el suelo, la superficie sobre la que los humanos nos vemos obligados a transitar para realizar cualquier actividad, el plano soporte, permanece disociado del resto de los paramentos que mantienen una función básica y fundamentalmente protectora del primero. No es casualidad que, una vez que Mies con el Pabellón de Barcelona certificara la libertad definitiva dentro del plano horizontal de la planta, una gran parte de la experimentación espacial de la segunda mitad del siglo XX se haya centrado precisamente en vencer esa horizontalidad coercitiva: rampas, escaleras, continuidades materiales solo aparentes, y artificios mecánicos de todo tipo se han sucedido en el interior de los edificios en la persecución del ideal de libertad absoluta en el control del espacio tridimensional.
El Prada Transformer propone una solución para esta limitación aparentemente irresoluble (salvo en el ámbito de la arquitectura digital). En la Casa de Burdeos Koolhaas consiguió que fuera la casa la que se moviera en vertical para superar las dificultades de desplazamiento de su propietario. Aquí, consciente de que, a pesar de todos sus superpoderes, no puede vencer a la gravedad y hacer que los visitantes caminen por techo y paredes, propone que sea el propio edificio el que rote y voltee, para permitir que todos y cada uno de sus cerramientos puedan ser utilizados como plano soporte de una función específica.
Todos los planos que delimitan el espacio arquitectónico (en este caso son cuatro, una especie tetraedro) son idénticos en lo que refiere a su misión potencial. Los cuatro pueden ser suelo y los cuatro pueden ser protección. Será la posición del edificio, seleccionada por la función específica y temporal a la que se pretenda dedicar la construcción, la que determine cuál de sus posibilidades se concretará en acto en cada momento.
Cada una de las caras del tetraedro adopta la configuración perfecta para el tipo acto que deba soportar, dice propagandísticamente Koolhaas: una planta rectangular para proyecciones cinematográficas, una cruz griega para exposiciones de arte, una circunferencia para eventos especiales y un hexágono para pases de modelos. De esta forma, supera también el agotado modelo de un único plano (casi siempre rectangular), diáfano y aséptico que se nos sigue vendiendo como versátil y flexible, cuando en realidad lo único que está es vacío.
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